Una mirada profunda al acoso escolar
En la actualidad, es frecuente escuchar y utilizar el término bullying para referirse a una amplia variedad de situaciones que ocurren en la vida diaria. No obstante, su uso indiscriminado ha generado confusión respecto a su significado y alcances. Por ello, resulta fundamental precisar tanto el concepto como las conductas que lo configuran.
En primer lugar, es importante aclarar que el bullying se traduce al español como acoso escolar, lo que constituye su primera delimitación: se circunscribe exclusivamente a las relaciones entre niñas, niños y adolescentes en el contexto educativo. Esto significa que cuando se afirma que “una maestra le hace bullying a un estudiante” o “un estudiante bullea a un profesor”, se está utilizando incorrectamente el término, pues tales conductas corresponden a otras formas de violencia, y tienen igualmente nombre y apellido, se denomina violencia en la escuela.
Desde una perspectiva jurídica y psicológica, para que una conducta pueda ser identificada como acoso escolar, deben concurrir determinados elementos:
Persistencia: los actos deben ser reiterados y no aislados.
Intencionalidad: debe existir la voluntad deliberada de causar daño.
Desequilibrio de poder: el agresor mantiene una posición de ventaja física, psicológica o social respecto de la víctima.
Cabe señalar que la ausencia de alguno de estos elementos no exime a las instituciones y a los adultos responsables de intervenir. Las conductas violentas, aunque sean aisladas, son igualmente inaceptables y requieren medidas preventivas y correctivas.
Ahora bien, surge una pregunta ineludible: ¿Por qué, a pesar del conocimiento acumulado sobre el acoso escolar, persiste como un fenómeno vigente? Entre los factores que lo perpetúan pueden destacarse los siguientes:
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La normalización social de la violencia.
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La tendencia de los adultos a minimizar o sobredimensionar las problemáticas que afectan a niñas, niños y adolescentes.-Adultocentrismo-.
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La justificación del “juego” o “broma”.
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La poca seriedad con la que vemos el fenómeno y queremos responsabilizar a todos y a nadie.
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La resistencia de las instituciones educativas a asumir responsabilidad, motivada en gran medida por el temor a la reacción de los padres de familia.
Este último punto es particularmente relevante. Con frecuencia se pretende abordar el acoso escolar exclusivamente desde enfoques psicológicos o pedagógicos, los cuales son necesarios pero insuficientes. Es imprescindible reconocer que se trata también de un fenómeno jurídico, estrechamente vinculado a la obligación del Estado, las instituciones educativas y los adultos responsables de garantizar el interés superior de las infancias y adolescencias.
La prevención, protección y atención del acoso escolar requieren un marco normativo claro y su aplicación efectiva. Solo así será posible modificar la percepción y las prácticas en torno a estas conductas. Tal como ocurre en otros ámbitos de la vida social —por ejemplo, el cumplimiento de las normas de tránsito ante la certeza de una sanción—, debe establecerse la convicción de que las conductas de acoso escolar generan consecuencias legales y educativas. No se trata de implementar medidas punitivas o sancionadoras en sentido estricto, sino de diseñar estrategias que permitan la modificación de las conductas mediante la educación en derechos humanos, la convivencia pacífica y la responsabilidad social.
En suma, reconocer la naturaleza jurídica del acoso escolar y asumirlo como un asunto de protección integral de las niñas, niños y adolescentes permitirá transitar de los discursos a las acciones. Esto exige el compromiso activo de docentes, padres de familia, autoridades educativas y la sociedad en su conjunto para garantizar entornos seguros y libres de violencia. Hablemos de un sistema claro, preciso y de conocimiento público en protección a las niñas, niños y adolescentes, es tarea de todos.
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